De acuerdo con lo que nos instruye el Catecismo Mayor de S. S. el Papa Pío X (1911), una forma más de demostrar la veracidad de la Doctrina Católica, es por la santidad eminente de tantos que la profesaron y profesan, por la heroica fortaleza de los mártires, por su rápida y admirable propagación en el mundo, y por su completa conservación a través de tantos siglos de varias y continuas luchas.
La doctrina que recibimos de la Iglesia Católica es verdadera porque lleva el sello de la divinidad.
He aquí que se presenta a vosotros la iglesia llevando en la mano una carta, que Dios envía a los hombres, anunciándoles la voluntad de lo alto. Examinemos pues el sello de la carta, los caracteres del augusto mensajero; y una serie indefinida de pruebas brillantísimas e irrefutables nos mostrará en su divina misión.
La doctrina de la Iglesia Católica ha creado en la tierra una legión de santos, los conserva y aumenta a través de los siglos y de los pueblos. A la luz que la Iglesia derrama, al soplo vivificante de su enseñanza; florece la santidad de todas las más variadas formas, según las necesidades y condición social de cada uno. Y, lo que es más admirable, esa santidad está siempre en razón directa con la doctrina practicada; cuanto más ardiente es el amor hasta el sacrificio por el triunfo de la enseñanza de la Iglesia, más sorprendente es la santidad.
El ejército de mártires proclama la verdad de la doctrina de Jesucristo. Mártir, testigo, en el sentido propio y riguroso de esta palabra, significa un hombre que afirma una doctrina, un hecho visto u oído, a costa de dolores, de vituperios, del destierro, de la muerte. En el el mártir se reúnen todo lo que constituye la grandeza moral del hombre: firmeza inalterable de carácter, el valor más invencible, el amor más ardiente a la verdad y al desprecio más generoso de todos los bienes juntos de la tierra. El heroísmo en su forma más sublime.
El ejército sin número de mártires en la Iglesia, levanta incesantemente su voz y nos dice: "nosotros creemos en la doctrina De la Iglesia y morimos por ella".
La rápida y admirable propagación de la Doctrina Católica viene también, y en modo admirable, a testificar esta verdad. La Iglesia Católica, desde su fundación, tuvo este fin: hacer de los hombres todos una sola familia, con una sola fe y una sola moral, y esto por medio de su doctrina.
El pensador más profundo de Roma, el que comprendió paciente y diligentemente toda la sabiduría griega, Cicerón, insinuando la idea de juntar a todos los hombres en una misma doctrina humana, la juzgó una locura; ni podía ser de otro modo, no pudiendo, como pagano; contar sino con la humana razón y con las fuerzas naturales del hombre. Más la Iglesia de Jesucristo, que discurre y obra por virtud de la gracia divina, y así con la fuerza y el poder de Dios, enseñó y predicó esta idea con sencillez de expresión, la efectuó tan rápidamente y con medios humanos tan desproporcionados con el fin, que causa maravilla y estupor inmenso.
Vemos, pues, que las virtudes más perfectas y variadas de la Doctrina Católica ha sabido producir, el ejército sin número de mártires que con su sangre la confirmaron, el triunfo sobre el paganismo y la vigorosísima conservación y dilatación de la Iglesia en medio de las luchas más aguerridas, además de los clarísimos milagros que ha obrado y desafían los asaltos todos de los más impecables crítica, además de las serie sin número de vaticinios anunciados y fielmente cumplidos, son otros tantos hechos manifiestos que cada uno puede palpar, son otros tantos rayos luminosos que bajan de lo alto, rodean a la iglesia como de una celestial aureola, manifiestan la santidad de sus enseñanzas, la hacen digna de todos nuestros obsequios, de todas nuestra veneraciones y de toda nuestra fe.
Como un día Jesucristo dijo a las turbas: Mis obras son confirmación de mis palabras (S. Juan V, 36, X, 25); así la Iglesia repite a nosotros: He aquí las pruebas de mi divinidad.
La Iglesia, pues, para nosotros, que vivimos en este mundo, es el mismo Jesucristo; sin ella, no hay verdad, no hay vida; sólo por ella se va Cristo, y por Cristo, al Padre.
Recuperado de: El Catecismo Mayor de S. S. El Papa Pío X . Madrid, 1911.