14 Oct
14Oct

La Encíclica “Pascendi” de San Pío X, publicada el 7 de septiembre de 1907 y el Decreto “Lamentabili” del 3 de julio de 1907, fueron, al tiempo de su publicación, objeto de juicios contradictorios. Muchos teólogos, la mayoría de ellos, vieron en esos documentos verdaderos actos del Magisterio infalible, a causa de su importancia doctrinal y por el “Motu Proprio” “PRAESTANTIA” del 18 de noviembre de 1907, en el que San Pío X hace suyo el Decreto y lo acompaña con censuras. Otros teólogos, en cambio, (los ya comprometidos) piensan que esa Encíclica sin llegar al Magisterio infalible, es “la más alto acta del Magisterio Pontificio, después de la definición ex cathedra”. ¡Cuánta visión sobrenatural tuvo ese gran santo y ese gran Papa, al denunciar, con la mayor energía y con las palabras más inequívocas, al “modernismo”, a ese cáncer letal, que se extendía funestamente hasta las entrañas mismas de la Iglesia, no tan sólo entre los laicos sino entre los sacerdotes, obispos y cardenales. Citemos algunos pasajes de esa Encíclica “PASCENDI DOMINICI GREGIS”, que confirman y denuncian las actuales errores, que, con el nombre de “progresismo” nos quieren dar “una nueva mentalidad”, “una nueva economía del Evangelio”, “una nueva religión”, que ya no es la de Cristo, sino la del mundo, la del hombre moderno. 

“Jamás han faltado – dice San Pío X – hombres de lenguaje perverso, de vanos y seductores discursos, que yerran y que inducen al error. Pero, es preciso reconocerlo; en estos último tiempos ha crecido extrañamente el número de los enemigos de la Cruz de Cristo, los cuales, con artes enteramente nuevos y llenos de perfidia se esfuerzan por aniquilar las energías vitales de la Iglesia, y hasta por destruir de alto a abajo, si les fuera posible, el imperio de Jesucristo”. 

¡He aquí el “progresismo”! ¡He aquí la situación religiosa del mundo moderno! Cunde alarmantemente el número de los enemigos, conscientes e inconscientes. Hay un ataque cerrado a la Cruz de Cristo, que quiere convertir en paraíso a este mundo corrompido y en Dios al hombre degenerado. Quieren aniquilar las energías vitales de la Iglesia, especialmente el Santo Sacrificio del Altar y los Sacramentos, que son los Canales por donde se derivan hasta nosotros las gracias inagotables de la Redención de Cristo. De arriba a abajo, la destrucción aumenta y, simulando pacífica coexistencia, “humanismo integral”, “pacificación de los pueblos” y liberación de los subdesarrollados, aumentan las guerras, siembra el odio, provoca las guerrillas, los actos terroristas, los secuestros aéreos o personales, y crímenes monstruosos, que de día en día, y en nombre del progreso, en nombre del nuevo evangelio han cubierto de sangre inocente a tantas naciones. 

Y prosigue el Papa: “lo que, sobre todo, exige de Nos que rompamos sin dilaciones el silencio, es la circunstancia de que, al presente, no es menester ya ir a buscar a los fabricadores de errores entre los enemigos declarados: se ocultan, y esto es precisamente objeto de grandísima ansiedad y angustia, en el seno mismo y dentro del corazón de la Iglesia. Enemigos, a la verdad, tanto más perjudiciales, cuanto son menos declarados”. 

¿No es esto lo que estamos viendo? ¿No es esta la situación angustiosa, verdaderamente satánica de la Iglesia de nuestros días, cuya tragedia el mismo Papa Montini, en un momento de objetividad, ha llamado la “autodemolición” de la Iglesia? Los más eficaces propagadores de las herejías, de los errores, de la inconformidad violenta; los mejores colaboradores del comunismo ateo y sanguinario son los clérigos progresistas, son los obispos que hacen carrera, son los cardenales, que han claudicado de sus gravísimas responsabilidades, para halagar a los enemigos y castigar despiadadamente a los que se empeñan con torpeza, en defender la religión bendita de nuestros antepasados. 

“Hablamos, – continúa Pío X – Venerables Hermanos, de un gran número de católicos seglares y, lo que es aún más deplorable, hasta de sacerdotes, los cuales, con pretexto de amor a la Iglesia, faltos en absoluto de conocimientos serios en filosofía y teología, e impregnados, por el contrario, hasta la médula de los huesos de venenosos errores, bebidos en los escritos de los adversarios del Catolicismo, se jactan, a despecho de todo sentimiento de modestia, como restauradores de la Iglesia, y en apretada falange, asaltan con audacia todo cuanto hay de más sagrado en la obra de Jesucristo, sin respetar la propia persona del Divino Redentor, que rebajan, con sacrílega temeridad, a la categoría de puro y simple hembre”. 

Sí: ya no podemos callarlo. Los seglares católicos – o que se dicen católicos – han perdido la fe, leyendo afanosamente los libros más venenosos en contra de la fe. ¿No es ahora para ellos Teilhard de Chardin la suma de su fe evolucionista, panteísta? ¿No tiene esa literatura de apostasía, de mafia, de antros malignos e infernales, la aprobación y bendición del P. Pedro Arrupe, S. J., el increíble Prepósito General de la Compañia de Jesús, que, a ciencia y conciencia, nulificó los Mónitos y condenaciones del Santo Ofício, para presentar a este apóstata como un jesuíta extraordinario, un sabio excelso, que ha sabido poner al día la ya anticuada religión de Cristo? ¿Qué creen ahora, qué predican los sacardotes de la nueva ola? ¿Qué enseñan los pastores, las pocas veces que hablan? Ecumenismo, aggiornamento, libertad de religión, diálogo condescendiente con los enemigos. El Cristo histórico, para ellos, ya no es el Cristo de nuestra fe. ¡Justicia social! ¡Cambio de estructuras! ¡Revolución! ¡Violencia! 

Bien puedo aquí, con el debido respeto, hacer mías las siguientes palabras de ese gran Santo: “Tales hombres podrán extrañar verse colocados por ‘mí’ entre los enemigos de la Iglesia; pero no habrá fundamento para tal extrañeza en ninguno de aquellos que, prescindiendo de las intenciones, reservadas al juicio de Dios, conozca sus doctrinas y su manera de hablar y obrar. Son ciertamente enemigos de la Iglesia y no se apartará de la verdad quien dijera que ésta no los ha tenido peores”. Yo no juzgo, como Luis Heynoso Cervantes, el sabio jurista y teólogo retrasado, las intenciones de nadie, ni pienso que fue “ingenua malicia” lo que ha redactado en sus escritos, lo que ha dictado en sus clases o sus conferencias difamatorias en los templos; pero, conociendo sus doctrinas y su manera de hablar y obrar, pienso que estos neo-modernistas, convenencieros, serviles y traidores son de los peores enemigos que ha tenido en su larga historia la Iglesia de Dios. 

“Para proceder con claridad – dice San Pío X – en materia tan compleja, preciso es advertir, ante todo, que cada modernista representa variedad de personajes, mezclando, por decirlo así, al filósofo, al creyente, al teólogo, al historiador, al reformista, al doctor en Derecho Canónico; personajes que conviene deslindar con exactitud, si se quiere conocer a fondo su sistema y darse cuenta de los principios y de las consecuencias de sus doctrinas”. 

En la imposibilidad de proyectar la luz divina de esta Encíclica inspirada, sobre los errores del progresismo clerical y laical, que hoy nos invade quiero reproducir aquí unas palabras de San Pío X, referentes a la evolución de la religión, de la que hoy tanto se habla: “Hay aquí un principio general: en toda religión que viva, nada existe que no sea variable y que, por tanto no deba variarse. De donde pasan a lo que, en su doctrina, es casi lo capital, a saber: la evolución”. Aquí tenemos ya la explicación, de “ese cambio”, que ha transformado de tal manera nuestra fé, que bien podemos afirmar que la religión del progresismo no es ya la religión de nuestros padres. 

“Si, pues, no queremos prosigue San Pío X explicando el pensamiento modernista – que el dogma, que la Iglesia, el culto sagrado, los libros que, como santos, reverenciamos y aun la misma fe languidezcan con el frío de la muerte, deben sujetar- se las leyes de la evolución. Ni esto sorprenderá si se tiene en cuenta lo que de cada una de esas cosas enseñan los modernistas. Porque, puesta la ley de la evolución, hallamos descrita por ellos mismos la razón de la evolución. Y, en primer lugar, en cuanto a la fe. La primitiva forma de la fe dicen, fue rudimentaria y común para todos los hombres, porque brotaba de la misma naturaleza y vida humana. Hizo la progresar la evolución vital, no por la agregación externa de nuevas formas, sino por una creciente penetración del sentimiento religioso en la conciencia. El mismo progreso se realizó de dos modos: en primer lugar, negativamente restando todo elemento extraño, como, por ejemplo, el que provenía de la familia o linaje; después, positivamente, merced al perfeccionamiento intelectual y moral del hombre; de donde la noción de lo divino se agrandó e ilustró y el sentimiento religioso resultó más exquisito. Las mismas causas que trajimos antes para explicar el origen de la fe, hay que asignar a su progreso. A lo que hay que añadir ciertas hombres extraordinarios (que nosotros llamamos profetas, de los que el más excelente fue Cristo), ya porque en su vida y palabras manifestaron algo de misterioso, que la fe atribuía a la divinidad, ya porque lograron nuevas y no vistas experiencias, que respondían a las necesidades de los tiempos. Mas, el progreso del dogma se origina principalmente de que hay que vencer los impedimentos de la fe, sojuzgar a los enemigos y refutar las contradicciones. Júntese a esto el esfuerzo perpetuo para penetrar mejor en cuanto sea posible en los arcanos que en la fe se contienen. Así, omitiendo otros ejemplos, sucedió con Cristo: aquello más o menos divino que en él admitía la fe, fue creciendo insensiblemente y por grados, hasta que, finalmente, se le tuvo por Dios. En la evolución del culto contribuye principalmente la necesidad de acomodarse a las costumbres y tradiciones populares, y también la de disfrutar de la virtud, que ciertos actos han recibido del uso. En fin, la Iglesia encuentra la razón de su desenvolvimiento en que tiene necesidad de adaptarse a las circunstancias históricas y a las formas públicamente introducidas del régimen civil. Así los modernistas hablan de cada cosa en particular. Aquí empero, antes de ir adelante, queremos que se advierta bien esta doctrina de las necesidades o indigencias (la necesidad de Dios), pues ella es como la base y fundamento, no sólo de lo que hemos visto, sino además de aquel famoso método, que denominan histórico”. ¿No serán éstos los Signos de los Tiempos? 

“Insistiendo aún en la doctrina de la evolución, debe particularmente advertirse que, aunque la indigencia o necesidad impulsan a la evolución, todavía la evolución regulada no más que por ella, traspasando fácilmente los fines de la tradición y arrancada, por tanto, de su primitivo principio vital, se encaminaría más bien a la ruina que al progreso. Por lo que, ahondando más en la mente de los modernistas, diremos que la evolución proviene del conflicto de dos fuerzas, de las que la una estimula el progreso, la otra pugna por la conservación. La fuerza de la conservación florece en la Iglesia y se contiene en la tradición. Represéntala la autoridad religiosa, y eso, tanto por derecho, pues es propio de la autoridad defender la tradición, como por el uso; puesto que, retirada de las mudanzas de la vida, pocos o ningún estímulo siente que lo induzca al progreso. Al contrario, ocúltase y se agita, en las conciencias de los individuos, una fuerza que los arrebata en pos del progreso y responde a interiores necesidades, sobre todo en las conciencias de los particulares, de aquéllos especialmente que están, como dicen, en contacto más particular e íntimo con la vida. Observad aquí, Venerables Hermanos, que yergue su cabeza aquella doctrima ruinosísima que ingiere en la Iglesia a los laícos como elementos de progreso. De esta especie de convenio y pacto entre las dos fuerzas, conservadora y progresista, esto es entre la autoridad y la conciencia de los particulares, proceden el progreso y mudanzas. Pues las conciencias privadas, o por lo menos algunas de ellas, obran en la conciencia colectiva; ésta a su vez, en las autoridades, obligándolas a pactar y a mantener el pacto. De lo dicho se entiende, sin trabajo, por qué los modernistas se admiran tanto cuando conocen que se les reprende o se les castiga. Lo que se les achaca como culpa tienen ellos por deber religioso. Nadie, mejor que ellos, comprende las necesidades de las conciencias, pues más íntimamente las penetran que las autoridades eclesiásticas. Tales necesidades, por consiguiente, las recogen como en sí, y, por eso, se sienten obligados a hablar y escribir públicamente. Castíguelos, si gusta, la autoridad; ellos se apoyan en la conciencia del deber, y, por íntima experiencia, saben que se les deben alabanzas y no represiones. Están convencidos que ni el progreso se hace sin luchas, ni hay luchas sin víctimas: sean ellos, pues, las víctimas, a ejemplo de los profetas y de Cristo. Ni porque se les trate mal odian a la autoridad; confiesan voluntariamente que cumplen con su cargo. Se quejan sólo de que no se les oiga, porque así retrasan el adelantamiento de las almas; llegará, no obstante, la hora de destruir esas andanzas, ya que las leyes de la evolución pueden refrenarse, pero no del todo quebrantarse. Van adelante en el camino comenzado, y aun reprendidos y condenados van adelante, encubriendo su increíble audacia con la máscara de una aparente humildad. Doblan fingidamente sus cervices, pero, con la obra e intención prosiguen más atrevidamente lo que emprendieron. Pues así proceden a sabiendas, tanto porque creen que la autoridad debe ser empujada y no echada por tierra, como porque les es necesario morar en el recinto de la Iglesia, a fin de cambiar insensiblemente la conciencia colectiva; en lo cual no advierten que confiesan que disiente de ellos la conciencia colectiva, no teniendo, por consiguiente, derecho alguno de presentarse como sus intérpretes”. He aquí la imagen infernal del jesuita apóstata Pierre Teilhard de Chardin, que quiso quedarse en la Iglesia, para destruirla desde dentro. 

“Así, pues, Venerables Hermanos, para los modernistas, autores y obradores, no es conveniente que haya nada estable, nada inmutable en la Iglesia. En la cual sentencia les precedieron aquéllos, de quienes nuestro predecesor Pío IX ya escribía: ‘Esos enemigos de la revelación divina, prodigando estupendas alabanzas al progreso humano, quieren, con temeraria y sacrílega osadía, introducirlo en la religión católica, como si la religión fuera obra de las hombres y no de Dios, o algún invento filosófico, que, con trazas humanas pueda perfeccionarse’. Cuanto a la revelación, sobre todo, y a los dogmas, nada se halla de nuevo en la doctrina de los modernistas, sino que es la misma que encontramos reprobada en el Syllabus de Pío IX, enunciada así: ‘La revelación divina es imperfecta y, por tanto, sujeta al progreso contínuo, indefinido, correspondiente al de la razón humana’. Y, con mayor solemnidad en el Concilio Vaticano I, por estas palabras: ‘Ni, pues, la doctrina de la fe, que Dios ha revelado, se propuso como un invento filosófico, para que la perfeccionasen los ingenios humanos, sino como un depósito divino se entregó a la Esposa de Cristo, a fin de que la custodiara fielmente e infaliblemente la declarase. De aquí que se han de tener también los dogmas sagrados en el sentido perpetuo que una vez declaró la Santa Madre Iglesia, ni jamás se debe apartar de él, con color o nombre de más alta inteligencia’. Con lo cual, sin duda, la explicación de nuestras nociones, aun acerca de la fe, tan lejos está de impedirse, que, antes bien, se facilita y promueve. Por esta causa, el Mismo Concilio Vaticano I prosigue diciendo: ‘Crezca, pues, y progrese, mucho e incesantemente, la inteligencia, ciencia, sabiduría, tanto de los particulares como de todos, tanto de un solo hombre como de toda la Iglesia, al compás de las edades y de los siglos; pero, sólo en su género, esto es, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma sentencia.”’ 

En la “PASCENDI”, el gran Pontífice estudia al “progresista”, en cuanto filósofo, en cuanto creyente, en cuanto historiador, crítico, apologista o reformador; es decir, al hombre completo, a la religión integral, al católico, que creyéndose miembro de la Iglesia de Cristo, es, en realidad la negación completa de Cristo y de su Iglesia. Y es que la “evolución”, el cambio, el “aggiornamento” que proclaman, como progreso superior humano, es en realidad, la negación de Dios y la perversión del hombre. 

Esta es la dialéctica del marxismo, en cuyos moldes está o pretende estar forjada la “evolución” de la fe, de nuestros dogmas, de nuestra religión. Aquí no hay progreso, sino que hay contradicción: por eso el “progresismo” es la negación del ca- tolicismo, porque es la distorsión de todos nuestros dogmas, la síntesis de todas las herejías. Y esta es también – ¡dolor causa decirlo! – la inestabilidad y las mudanzas, que hoy palpamos en los órganos del Magisterio. Esta es la explicación de la facilidad y aceptación con que hoy se proclaman los errores más crasos, verdadera negación de los dogmas católicos y aceptación disimulada de las herejías ya condenadas por la Iglesia. 

¡Con cuánta razón San Pío X, después de haber estudiado el “modernismo”, en sus diversos aspectos, escribe más adelante: “En toda esta exposición de la doctrina de los modernistas, Venerables Hermanos, pensará por ventura alguno que nos hemos detenido demasiado; pero era de todo punto necesario, ya para que no nos recusaran, como suelen, tachándonos de ignorantes de sus cosas, ya para que sea manifiesto que, cuando tratamos del modernismo, no hablamos de doctrinas vagas y sin ningún vínculo de unión entre sí, sino de un cuerpo definido y compacto, en el cual, si se admite una cosa de él, siguen las demás por necesaria consecuencia. Por eso hemos procedido de un modo casi didáctico, sin rehusar algunas veces los vocablos bárbaros de que usan los modernistas. Ahora bien, abarcando como de una mirada la totalidad de este sistema, ninguno se maravillará si lo definimos afirmando que es un agregado de todas las herejías”. “Antes bien – prosigue San Pío X – han ido éstos tanto más allá, que no sólo han destruido la religión católica, sino, como ya hemos indicado, absolutamente toda religión”. 

Esto es lo que estamos viendo: el neomodernismo, que, como dice San Pío X, ha intentado destruir toda religión. ¿Qué queda de la Iglesia en el progresismo? Una religión sin Dios; un sincretismo agnóstico; una religión homocéntrica, en la que el hombre ha ocupado o ha pretendido ocupar el puesto de Dios. 

Por eso la Encíclica de San Pio X ha sido considerada como una Encíclica dogmática, porque es una defensa integral de nuestra fe católica, así como integral es también el ataque progresista, patrocinado y dirigido por Paulo VI.  




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