01 Sep
01Sep

Padre Joaquín Sáenz y Arriaga

En su Epistola a los Colosenses, expone San Pablo el misterio de Cristo y su primacia, su predominio sobre toda la creación

El (Cristo) – escribe el Apóstol –, es la imagen del Dios invisible, el primogenito de toda la criación pues por él fueron creadas todas las cosas, las de los cielos y las que están sobre la tierra, las visibles y las invisibles, sean tronos, sean dominaciones, sean principados. Todas las cosas fueron creadas por medio de Él y para Él. Y Él es antes de todas las cosas y en Él subsisten todas. Y Él es la Cabeza del Cuerpo de la Iglesia, siendo El mismo el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo sea Él lo primero”.  

En este capitulo, al describirnos el Apóstol el misterio de Cristo, habla primero de Cristo, en cuanto es verdadero Hijo de Dios: “Qui eripuit nos de potestate tenebrarum, et transtulit in regnum Filú dilectionis suae” (El nos ha arrebatado de la potestad de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, la remisión de los pecados). Porque el Hijo es el Verbo del Padre, semejante e igual en todo al Padre, y, por lo mismo, de la misma esencia y naturaleza del Padre; consubstancial al Padre: “QUI (FILIUS) EST IMAGO DEI! (PATRIS) INVISIBILIS”. Pero, después de habernos hablado San Pablo de Cristo, en cuanto Dios, y habernos demostrado su divinidad, habla de El, en cuanto hombre, para demostrarnos su excelsa dignidad. Porque Cristo, en cuanto hombre, no en cuanto Dios, es la Cabeza de la Iglesia (Cf. Efes. I, 22) “QUI EST PRINCIPIUM”. Cristo, en cuanto Dios, come dice San Anselmo, es el principio de todas las cosas, de todo cuanto existe; pero, en cuanto hombre es Cabeza de la Iglesia. Cristo, en cuanto hombre, es el “principio”, esto es, la fuente de la “vida sobrenatural” para nosotros, el guía, el autor de la resurrección: por eso es el “primogénito” de los muertos, que por El hemos de resucitar algún día. Es el “principio” tempore et causalitate, en el tiempo y por la causalidad, ya que El formó su Cuerpo Mistico, que es la Iglesia, en el cual estamos nosotros como miembros. De El nos viene la verdadera vida y, por El, por su gracia, fruto inagotable de su redención, recibimos la posibilidad y los auxilios necesarios para cualquier acción conducente a la vida eterna. 

Ya vemos, pues, que la Iglesia nunca, en ninguna circunstancia puede estar ni estará “acéfala” como con diabólica calumnia me atribuye haber dicho el monseñor canciller de la Mitra de la Arquidiócesis de México, Reynoso Cervantes. 

Por lo que toca a la persona humana de los obispos y del mismo Papa, vuelvo ahora a hacer esta pregunta: ¿acaso su eliminación basta para declarar “acéfala” la Iglesia? ¿Por ventura la ausencia del administrador, del vicario, del representante visible hace que el Cuerpo quede sin Cábeza? Mientras esté Cristo, la Iglesia universal o la Iglesia local no están “acétalas”, aunque carezcan de obispo o de Papa auténtico y genuino, aunque carezcan temporalmente de autoridad visible. 

No dejo de ver que esta situación dolorosa y anormal significa para la Iglesia y para las almas una espantosa tragedia. El drama de la pasión del Señor parece que se repite ahora en su Cuerpo Mistico. Pero el triunto de Cristo és prenda del triunto de la Iglesia.  

Si, por un imposible o un posible, el Papa o los obispos se apartasen de la verdadera doctrina de Cristo, si, en sus dichos o hechos, se opusiesen a la tradición apostólica, de un modo palpable y manifiesto, ¿podriamos decir que siguen siendo los representantes de Jesucristo y que nostros estamos obligados a obedecerles, aunque sea contra nuestra fe y nuestra conciencia, contra las no interrumpidas enseñanzas del Magisterio de la Iglesia contra la misma doctrina revelada, que ha llegado hasta nosotros por la Tradición y la Sagrada Escritura? 

He aquí el gravísimo problema, que estamos viviendo y que a muchos los ha arrastrado, por una falsa obediencia, a aceptar tantos errores como hoy circulan con el “imprimmi potest”, el “nihil obstat” y el solemne “imprimatur” de los grandes jerarcas de la Iglesia, los que legal han acaparado toda la ciencia y toda la experiencia de la Iglesia, los que, despreciando la tradición apostolica, se creen predestinados para “reformar” la religión de Cristo – anticuada y decadente –, para darnos “una nueva economia del Evangelio”, una “metanoia” , una “nova mentalidad”, a la que debemos sujetarnos, para adaptar al mundo moderno la vetustas estructuras de la Iglesia, fundada por el Hijo de Dios, que, por lo visto, no tuvo la visión o el poder necesario para instituir una Iglesia, no sujeta a evoluciones, sino al natural crecimiento y desarrollo de todo ser viviente, que El mismo anunció al comparar su Iglesia al grano de mostaza, que, siendo una de las semillas más pequeñas, crece y se desarrolla con el tiempo, hasta convertirse en espeso arbusto, en cuyas ramas las aves del cielo hacen su nido.

La falta de los conocimientos de las ciencias eclesiásticas, como la sólida filosofía, la rica teología, la Historia de la Iglesia, la patrología y los numerosos documentos emanados del Magisterio extraordinario y ordinario es una explicación, en el Térreno humano de la ignorancia, de la inestabilidad y cambio constante de las enseñanzas y prácticas de los seguiddrés del progresismo, de sus “expertos”, ignorantes y desorientados y de sus multiples “pontífices mínimos”, como los llamo con fina ironía, el destacado periodista, Don Luis Vega Monroy, esos Abascales que nos quieren enseñar el Padre Nuestro. 

“Nunca como ahora – escribía yo, alia por los años de 1945, en la imtroducción a mi libro “DONDE ESTA PEDRO, ALLI ESTA LA IGLESIA” – se impone la difusión de la verdad. Vivimos en una época de lucha intelectual intensa, en la que las afirmaciones y las negaciones se disputan tenazmente el dominio de las almas. El cristianismo (mejor diríamos hoy el Catolicismo, para no confundirnos con los hermanos separados), la religión del Evangelio eterno, se ve violentamente combatido, y toda la concepción cristiana de la vida está amenzada por los golpes certeros del nihilismo pulverizador. La humanidad enloquecida quiso fabricar, con las decantadas conquistas de la ciencia moderna, una nueva Babel, para desafiar, desde ella, los poderes divinos; y el castigo, que ya pesa sobre nosotros y nos abruma, es la confusión, el caos, el desenfreno, que parecen arrastrar a nuestros pueblos a una barbarie, tanto más destructora, cuanto más refinada. Los hombres hablan y nadie les entiende. Las palabras cambian constantemente de sentido y la más desconcertante demagogia ha invadido el mismo santuario de la sabiduría, donde ya no reinan las ideas desinteresadas, los principios inmutables, sino las pasiones violentas y agresivas, convertidas o disfrazadas en sistemas artificiosos y frases vacias de sentido y de vida, pero llenas de veneno y preñadas de odio, de dolor, de destrucción y de exterminio”. 

“El gran sofisma de esta trágica confusión, dentro del seno mismo de la Iglesia, está en confundir la institución divina, que Cristo hizo de su Iglesia, con los hombres, que, legítima  o ilegitimamente, ocupan los puestos de la Iglesia. El no saber precisar la naturaleza y la finalidad de las prerrogativas y poderes, que Cristo dijo a los pastores de la Iglesia, in aedi- ficationem, non in destructionem Corporis Christi (en la edifi- cación; no en la destrucción del Cuerpo de Cristo). El no saber reconocer, según la más sólida teología católica, los límites infranqueables, que esos poderes, esa autoridad, esa dignidad asombrosa de los jerarcas de la Iglesia – sean Papas, Cardenales o Obispos – deben necesariamente tener según el plan y los designios del Altísimo y según lo exige el dominio abso- luto, ilimitado y constante, que Dios tiege y debe tener sobre todos y cada uno de los hombres, así sean estos reyes, obispos o papas. 

Una adhesión incondicional e ilimitada a las enseñanzas del Magisterio NO infalible, a las disposiciones de la Jerarquía, no excluyéndolas del Sumo Pontífice, cuando éstas manifiestamente se apartan de las enseñanzas de la tradición, de las definiciones y decisiones irreformables de los antecesores Papas o Concilios, no esta, ni puede estar de acuerdo con la ortodoxia de los dogmas católicos, una de cuyas características la principal seguramente – según nos enseña infaliblemente el Concilio Ecuménico Vaticano I, es su absoluta inmutabilidad:  

“Si quis dixerit, fieri posse, ut dogmatibus ab Ecclesia propositis aliquando, secundum progressum scientise, sensus tribuendus sit alius ab eo, quem intelexit et inteligente Ecclesia, anathema sit”. 

(Si alguno dijere que es posible que a los dogmas propuestos por la Iglesia, según el progreso de las ciencias, haya de dárseles un sentido distinto de aquel que entendió y entiende la Iglesia, que sea anatema). (Denzinge;3043). 

Y, en el Epílogo de la Constitución dogmática, sess. III, del mismo Concilio leemos

Itaque, supremi pastoralis Nostri offici debitum exsequentes, omnes Christi fideles, maxime vero eos, qui praesunt et docendi munere funguntur, per viscera lesu Chris- ti obstestamur, necnon eiusdem Dei et Salvatoris nostri auctoritate iubemus, ut ad hos errores a Sancta Ecclesia arcendos et eliminandos, atque purissimae fidei lucem pandendam studium et operam conterant” 

(Así, pues, cumpliendo el deber de nuestro oficio pastoral, conjuramos a todos los fieles cristianos, pero principalmente a aquéllos, que gobiernan y enseñan, por las entrañas de Jesucristo; y, con la autoridad de nuestro Dios y Salvador, les ordenamos que pongan toda diligencia y todo esfuerzo en reprimir y eliminar todos esos errores de la Santa Iglesia, y en hacer resplandecer la luz de la purísima fe). 



Difícilmente pudo el Concilio Vaticano I expresarnos de una Manera más clara, más precisa el punto clave de la infalibilidad, de la inmutabilidad de los dogmas católicos, que son verdades reveladas por Dios y propuestas como tales por el Magisterio infalible de la Iglesia. 

Como si el Vaticano I estuviese ya viendo el derrumbe, la autodemolición de la Iglesia, por esos innovadores, que, so pretexto de una mejor inteligencia, de un aggiornamento a la mentalidad del mundo moderno, no solo han cambiado la “formulación” de los dogmas, sino que los han desconocido, negado, silenciado, para acomodarse así a las falaces herejías de los teólogos protestantes y de los rabinos júdios. 

Ya desde entonces, la revolución subterránea de la Iglesia hacía ver a los hombres de visión y de talento los grandisimos peligros que amenazaban a la Iglesia de Cristo, precursores de la catastrofe por la que estamos hoy pasando. Como ya lo indiqué en mi libro “LA NUEVA IGLESIA MONTINIANA”, para realizar la reforma de la Iglesia, proyectada por Mons. Juan B. Montini, por Maritain, por Teilhard de Chardin, Congar, Hans Küng, Rahner, Chenu, y demás corifeos, era necesario empezar por negar a la absoluta inmutabilidad de los dogmas católicos. No era precisamente, la franca negación la cual hubiera sido impolítica y peligrosa para hacer fracasar los planes siniestros del “progresismo”, sino una adaptación de esas verdades inmutables a los adelantos de la ciencia moderna, a la mentalidad moderna, a la “nueva economía del Evangelio”, según la expresión del mismo Paulo VI. 

Las gravísimas palabras del Concilio Ecuménico Vaticano I, citadas anteriormente nos están ya diciendo que aquellos Padres Conciliares de un verdadero Concilio estaban ya conscientes del camino, que los conjurados adversarios de nuestra Iglesia pensaban tomar, para poder introducirse en las entrañas de la fe, adulterándola, falseándola, mudándola, o, si era preciso, negándola también. Era indispensable “reformular los dogmas”, quitarles su monolítica interpretación, sembrar la confusión con el equívoco, y hacer así posible el transborde ideológico, que, insensiblemente y a título de progreso, hiciese posible el cambio de una religión a otra; el cambio de la inmutabilidad de la Verdad Revelada por el inestable y evolucionista “movimiento ecuménico”, inspirado y conducido por una “pastoral de compromiso, de transacciones, de cambios constantes, que hicieran más atractivo, de mayor actualidad el show maravilloso de la nueva religión, sin dogmas fijos, sin moral inmutable ni universal, sin disciplina estable y con una liturgia de teatro”. 

El Vaticano I exhorta a todos, con palabras de sumo encarecimiento, “por las entrañas de Jesucristo”, a defender la Iglesia de esa amenaza, que pretende destruir la misma fe católica. Y esta exhortación y este mandato, que “con la auto- ridad de nuestro Dios y Salvador nos hace” el Concilio Vaticano I, está especialmente dirigida a “aquéllos que gobiernan y que enseñan”, es decir a los sacerdotes, obispos, cardenales y al mismo Papa, cuya misión principal es la de conservar incólume el Depósito de la Divina Revelación. 

Desgraciadamente, en la espantosa crisis actual de la Iglesia, por la que estamos pasando, el problema más serio lo encontramos en la jerarquía, y en los órganos del Magisterio. Si hemos de hablar claro, yo pienso que, por los datos que la observación y la experiencia nos suministran, podríamos establecer tres grupos bien definidos y distintos en la jerarquía. El primero, quizá más numeroso de lo que muchos piensan, es el de los cardenales y obispos que han perdido la fe. No creen sino en su poder, en su dinero, en sus juicios y opiniones, que, por ser de ellos, piensan, son la única y genuina expresión de las verdades de la fe. Fue necesario que ellos viniesen a ocupar esos puestos supremos de comando, fue necesario establecer el Vaticano II, para que, removidos los escombros, apareciese diáfana la doctrina evangélica, no según la tradición apostólica, sino según el juicio certero de los “expertos conciliares”. La Iglesia empezó con ellos, con Juan XXIII y con la interpretación equivoca del Vaticano II. 

El segundo grupo de nuestros prelados es el que esta integrado por obispos carentes de la ciencia y la cabeza necesaria, para poder valorizar en toda su profundidad y comprensión extensa los problemas tan serios y trascendentes planteados por esa “pastoral” ecumenista, traición a Dios y al Evangelio, aceptación implícita de los errores y herejías de los “separados”. Sin los conocimientos necesarios, sin tiempo para estudiar, aconsejados y dirigidos por las Conferencias Episcopales, y por los consejeros de sus presbiterados, los santos varones, sin darse cuenta son los que, con mayor eficacia, le están haciendo el juego al enemigo. Hay obispos y arzobispos en México, por no decir algunos cardenales, que si hablan el francés, el inglés y el italiano, parecen ignorar, en cambio, los principios fundamentales de la teología, de la filosofía y del Derecho Canónico. En su ignorancia se ven en la necesidad de seguir dócilmente, con edificante sumisión, los consejos desacertados de sus sus atrevidos cancilleres. 

Finalmente, hay otro grupo de prelados de indiscutible fe, de ciencia que supera la mediocridad, de buenas intenciones, de vida ejemplar, que se dan perfecta cuenta de la tremenda crisis por la cual atraviesa la Iglesia del Señor, que reprueban en su conciencia todas esas novedades y que, en cuanto pueden, tratan de reprimir los excesos y desvaríos de los reformadores, pero que, temiendo las reacciones de las mayorías y los peligros que su oposición podría ocasionarles de la Curia Romana, aggiornada y ajustada a las consignas del Pontífice, prefieren soportar pasivamente esa “autodemolición” de la Iglesia, de la cual tienen ellos plena conciencia. 

En otras palabras: al primer grupo le falta fe; al segundo, ciencia, y al tercero, le faltan pantalones. 

A todo esto, hay que anãdir otra causa importantísima, que justifica o pretende justificar, entre clérigos y laicos, las reformas, a las cuales se oponen los principios morales y religiosos: es el chantaje intolerable de la mal entendida “obediencia”, del que hablaremos después, con la debida calma. 

Para evitar malas inteligencias y torcidas interpretaciones, creo oportuno afirmar aquí la doctrina católica, dogmática e infalible, sobre el Primado, de Jurisdicción y las demás prerrogativas, que Cristo quiso dar a Pedro y a los “legítimos” sucesores de Pedro en el Pontificado Romano. Pero, antes, me parece oportuno el recordar la aflictiva situación de la Iglesia, durante el gran cisma de Occidente, que duró de 1378 hasta 1417, en el que el punto central de la unidad eclesiástica se convirtió en motivo de división y desgarramiento de la Iglesia. Al reafirmar la doctrina católica sobre el Primado de los sucesores de Pedro, demostraré, contra los escrúpulos de Su Eminencia, Miquel Darío Miranda Gómez y contra los sofismas de su no muy preparado canciller que el confundir las instituciones con los hombres, el querer santificar al Papa, por el mero hecho de ser Papa, es ponerse en el peligro de caer en una “Papolatría”, muy ajena a la Verdad Revelada; y, al mismo tiempo, haré ver, con el testimonio de la Historia, el ejemplo de los santos, y la más sólida teología que es posible censurar al Sumo Pontífice, cuando hay motivos públicos, obvios e innegables, sin incurrir por esto en las censuras que indebidamente quisieron imponerme tan poderosos señores, sin tener para nada en cuenta los principios fundamentales del Derecho Canónico. 

Al recordar esa época trágica, ese cisma doloroso, que dividió a la Iglesia, podemos darnos cuenta que la asistencia divina, las promesas de Cristo y la permanente “inerrancia” de la Iglesia no hacen imposible, dada la malicia y el abuso de la libertad humana de los que tienen en sus manos el poder, esa interna demolición, que programaba Teilhard y lloraba angustiado Paulo VI. Dios, que permitió la pasión y la muerte de su Divine Hijo, permite también, para castigo nuestro, esas herejías, esos cismas, esas tragedias en su Iglesia, que, a la postre, hacen brillar el poder y la infinita sabiduría, con que el Señor saca bienes de los mismos males y lleva adelante sus inescrutables designios a pesar de las mismas perversiones de los hombres. 

Extraido del libro: SEDE VACANTE, del Pbrebitero Joaquín Sáenz y Arriaga

 

 


 

 


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