Ya antes de la publicación del Syllabus, Pío IX había deliberado con los cardenales, la mayor parte de ellos favorablemente opinantes, la conveniencia de la convocación de un Concilio para condenar los gravísimos, errores; que estaban destruyendo la fe católica. Así, pues, con ocasión del jubileo en honor de los Príncipes de los Apóstoles, junio de 1867 , delante de los obispos congregados en Roma anunció su Concilio. Al año siguiente, el 29 de junio 1868 publicó su Bula convocatoria “Aeterni Patris” en la que señalaba para la inauguración el 8 de diciembre 1869. Habían ciertamente de tratarse cosas pertenecientes a la disciplina; pero las cuestiones dogmáticas ocupaban lo principal. Dos temas principales se preparaban: la explicación de la fe católica contra los errores, provenientes principalmente del racionalismo, y la doctrina sobre la Iglesia de Cristo. Los acontecimientos revolucionarios impidieron el desenvolvimiento de todos estos temas; pero, se estudiaron, no obstante y definieron los puntos más importantes. Dos fueron las Constituciones que el Sínodo definió: la Constitución “Dei Filius”, “de fide catholica”, y la “Pastor aetermus”, en la que se trató la primera parte de “Eclesia Christi”. La revolución vino a impedir la continuación del Concilio y el estudio de la segunda parte de esa Constitución sobre la Iglesia.
En los designios de la Providencia, los puntos más urgentes y más importantes fueron definidos. En la “Constitución de la Fe” se definió, como base de nuestra fe católica, la existencia de un Dios, Creador y Señor de las cosas visibles e invisibles; se condenó el materialismo, el panteísmo, la evolución teogénica, la negación de la creación. Se definió sabre la esencia de Dios y sobre el fin de la creación visible e invisible. Se habló y explicó la naturaleza de la revelación, natural y sobrenatural. En el capítulo 30 de esta misma parte, se nos define la naturaleza de la fe, la dependencia de la razón humana a la fe divina, la diferencia esencial entré la fe natural y sobrenatural, para definir después la necesidad esencial de la fe sobrenatural, dada la impotencia del entendimiento para alcanzar esas verdades por sola la razón humana. Se definieron las pruebas objetivas y sensibles, que Dios nos da de su divina revelación. Se determinó el valor de las Sagradas Escrituras, como expresión de la palabra de Dios; el valor probativo del milagro; la libertad del acto de fe. Finalmente, se hizo ver la esencial diferencia entre la religión verdadera y única, fundada por Jesucristo, de todas las otras religiones, que se fundan en el error o la mentira.
Hace ver el Concilio la relación entre la fe y la razón humana. El primer canon de esta cuarta sesión nos dice que las verdades sobrenaturales no pueden, sin la luz de la fe, por sola la razón humana, llegarse a conocer. La razón debe estar sujeta a la fe; no puede nuestra fe ser racionalizada. La fe viva necesita ciertamente la caridad de Dios; pero, aun la fe sin caridad, la fe muerta, es una virtud infusa, que Dios mismo nos da con la gracia santificante en el bautismo. Por el pecado se pierde la caridad, pero ni la fe ni la esperanza, aunque pueden disminuir, perecen; a no ser que pierda la fe, por un pecado contra la misma fe.
Después de la Constitución dogmática sobre la fe católica, pasó el Concilio a tratar, el 18 de julio de 1870, la Constitución dogmática “Pastor Aeternus”, “de Ecclesia Christi”. Un prólogo y fundamento de la Iglesia de Cristo.
EL VIRAJE DEL VATICANO II SOBRE ESTE PUNTO FUNDAMENTAL
Contrasta este prólogo con el del Vaticano II sobre la misma matería, y con la concepción o definición que de la Iglesia nos da este Concilia Pastoral, cuya noción misma de la Iglesia es tan novedosa, que totalmente difiere de la que nos dan otros Concilios y la tradición secular de la Iglesia, Dice el Vaticano I: “El Pastor eterno, el epíscopo de nuestras almas (I Petr. II, 25) para hacer perenne la obra saludable de su redención, dispuso edificar su Santa Iglesia, en la cual, como en la casa de Dios viva, todos estuviesen unidos por el vínculo de una fe y de la caridad”.
Juan XXIII, con un ligero toque de “ecumenismo”, al inaugurar el Vaticano II, dijo: “Nos complacemos en enviar a todos los pueblos y naciones el mensaje de salvación, de amor y de paz, que Jesucristo; hijo de Dios Vivo, trajo al mundo y confió a su Iglesia...” Sin embargo, muy pronto insinúa el Pontífice una idea nueva, central, importantísima, que había de ser, en el Vaticano II, la base de una nueva doctrina, de “una nueva economía del Evangelio”, como nos había de decir su continuador y sucesor, Paulo VI. Esta idea nueva significaba una reforma radical en la misma noción de la Iglesia, la obra de Cristo, cuya expresión adecuada, diversa ciertamente a la de la tradición, nos da el vaticano II, al definir la Iglesia como ‘‘el pueblo de Dios”, noción en la que va expresada no la caridad cristiana de los hijos de Dios, sino el colectivismo proclamado por el marxismo.
“Así, pues, – dice Juan XXIII – obedientes a la voluntad de Cristo, que se entregó a sí mismo a la muerte por nosotros, para presentar ante sí una Iglesia sin mancha ni arruga... una Iglesia que sea santa e inmaculada (Ephes. V. 27), dirigimos todas nuestras energías y todos nuestras pensamientos sobre nosotros, prelados, y sobre la ley que se nos ha confiado, para renovarnos de tal manera que aparezca a todo el mundo la faz amable de Jesucristo, que luce en nuestros corazones para resplandor de la caridad de Dios (2 Cor. IV, 6)... Pero esta unión con Cristo está tan lejos de apartarnos de las obligaciones y trabajos temporales, que, por el contrario, la fe, la esperanza y la caridad de Cristo nos impulsan a SERVIR a nuestros hermanos, en conformidad con el ejemplo del Divino Maestro, que no vino a ser servido sino a servir. El entregó su vida por nosotros; a su ejemplo debemos entregar la vida por nuestros hermanos (I Juan 111, 16).”
Aquí encontramos ya el viraje de la Iglesia y del Vaticano II, en una palabra, al parecer muy evangélica, muy cristiana, pero, en realidad, naturalista y humana: “SERVICIO”. La palabra tiene muchos sentidos, como también tiene muchas jerarquías. El “servicio” al hombre, cuando no está subordinado al “servicio de Dios”, no tiene valor, ni sentido cristiano.
En la famosa meditación del “PRINCIPIO Y FUNDAMENTO” de los Ejercicios de San Ignacio, leemos: “El hombre ha sido creado para alabar, reverenciar y servir a Dios N.S., y, mediante esto, salvar su alma”. Luego, el fin de nuestra existencia, el fin de la Iglesia es “el servicio de Dios”, no el “servicio del hombre”. Diremos más, el servicio del hombre no tien en sí valor, si no está ordenado al “servicio de Dios”. He aquí el primer viraje, el casi insensible cambio, con que Juan XXIII abrió cautelosamente la ventana, para recibir un poco de aire fresco. Toda la vida, todo el Evangelio quedan ordenados al servicio del hombre; el servicio de Dios a lo más servirá de medio, no de fin.
Más adelante, la ventana se abre más y el viraje es más completo: “Reunidos – dice el ‘Papa bueno’ – de todas las naciones que alumbra el sol; llevamos en nuestros corazones las ansias de todos los pueblos, las angustias del cuerpo y del alma, los sufrimientos, los deseos, las esperanzas. Ponemos insistentemente nuestra atención sobre todas las angustias, que hoy afligen a los hombres. Ante todo debe volar nuestra alma hacia los más humildes, los más pobres, los más débiles, e, imitando a Cristo, hemos de compadecernos de las turbas oprimidas por el hambre, por la miseria, por la ignorancia, poniendo constantemente ante, nuestros ojos a quienes, por falta de los medios necesarios, no han alcanzado todavía una condición digna del hombre.”
Aquí se abrió más la ventana. Es ahora la “Iglesia de los Pobres”, la Iglesia clasista, la que preocupa al pontífice, más que las miserias espirituales, que ponen en peligro la eterna salvación. ¡Como si, en la historia de la humanidad nunca hubiera habido hambre, miseria, angustia, enfermedad, tristezas y sufrimientos! ¡Y como si Cristo hubiera venido a fundar su Iglesia con vista al tiempo y no a la eternidad, para hacer de esta vida un paraíso! ¡Como si todos los esfuerzos de la Iglesia, de su Jerarquía pudieran convertir en abundancia, y alegría, y bienestar terrestre este “valle de lágrimas”.
MAGISTERIO EXTRAORDINARIO Y ORDINARIO
Volviendo a la Encíclica de San Pío X, estoy convencido de que este documento del Magisterio debe guiarnos, para distinguir la verdadera fe, en la confusión espantosa, por la que estamos pasando. Son muchos los teólogos – la mayoría de ellos – que han tenido esa Encíclica como doctrina del Magisterio Infálible, por la suma importancia que ella tiene, por las censuras que van expresadas en el Decreto “Lamentabili” y por el “Motu Proprio” “Sacrorum Antistites”, en el que el Santo Padre impuso el Juramento contra el Modernismo a todos los sacerdotes, obispos y cardenales. Fue necesario un Paulo VI, para eliminar, en los momentos más peligrosos, esa defensa indispensable, así como la Profesión de Fe Tridentina. Hablemos ahora del Magisterio extraordinario y, ordinario del Papa.
El Magisterio extraordinario del Papa es siempre infalible, didácticamente infalible, no puede énseñarnos como una cosa de fe un error. Pero, el Magisterio ordinario sólo puede ser infalible, cuando enseña cosas ya definidas infaliblemente por otros Papas o por otros Concilios, o cuando la doctrina propuesta es la que semper et ubique tenuit Ecclesia, la que siempre y en todas partes enseñó la Iglesia. Y la razón es clara: la infalibilidad, como ya explicamos, no es una gracia “gratum faciens”, sino “gratis data”, es decir, no es una gracia en favor personal del Sumo Pontífice, sino una gracia totalmente gratuita, ordenada a la “inerrancia” de la Iglesia. El Pontífice puede ser un gran pecador, personalmente; sin embargo, por esa gracia “gratis data”, no puede enseñar definitivamente el error, porque esto servía en perjuicio de la “inerrancia” misma de la Iglesia, contra las promesas de Cristo. No puede definir ex cathedra el más pequeño error, porque, en este caso, las “Puertas del la Infierno prevalecerían contra la Iglesia". Lógicamente, en el Magisterio ordinario, si el Papa reafirma verdades ya definidas como dogmas de fe, es infalible, así como si enseña, en el Magisterio ordinario una doctrina, que siempre fue profesada por la Iglesia, aunque no haya sido expresa y formalmente definida, el Magisterio pontificio goza también de esa infalibilidad didáctica, porque la Iglesia no puede estar siempre en el error; no puede profesar una doctrina, que, aunque no definida, haya sido, como consta por la tradición, ininterrumpidamente enseñada: es la “inerrancia”, garantizada por las promesas de Cristo, la que hace infalible esa enseñanza del Magisterio ordinario, sobre una doctrina, que siempre y en todas partes enseñó la Iglesia.
Un ejemplo muy claro y muy oportuno. ¿Existe el infierno? ¿Hay fuego físico en el infierno? ¿Son eternas las penas del infierno? La doctrina católica, infalible de la Iglesia es clara, es precisa, es cierta, es inmutable, aunque no todas esas verdades hayan sido definidas por algún Concilio o por algún Papa. Ningún dogma de nuestra santa fe ha sido ni es tan atacado, con más pasión, ni con argumentos más capciosos que el dogma del infierno. Es que el cielo y el infierno son los dos polos de nuestro destino personal y eterno. Toda vida humana oscila entre esas dos eternidades. Un dogma es el contrapeso y la explicación del otro; y, mientras el uno aparta a los hombres del pecado, por el temor, el otro alienta a la virtud por la esperanza. El infierno es el fantasma de las malas conciencias, al proyectar sus espantosas sombras sobré las malas acciones. He aquí la última razón de la frecuente negación de este dogma, fundado, como el que más, en los más sólidos argumentos de la revelación.
Para el Obispo de Cuernavaca el “infierno” no está en la otra vida, sino está aquí. Es el tercer mundo, es el hambre, es la pobreza, es la desavenencia en el matrimonio; son las deudas, son las desigualdades sociales. Este es el infierno que preocupa a Su Excelencia y por el cual, siente impulsos redentores de guerrillas, de secuestros, de revoluciones, de exterminio de todos los que tienen la odiosa propiedad privada, excepción de la suya, que le hace falta para sus “viajes pastorales” a Chile, a Querétaro, Puebla, México, D. F... etc., y para mantener a los hogares, que por cariño le saludan y quieren como padre. El infierno de la otra vida: ¡ese no le inquieta a su excelencia reverendísima!
Volviendo a la doctrina del Magisterio ordinario, tenemos que confesar no solo la existencia del infierno con sus terribles castigos sino con fuego y fuego material y con suplicios eternos, aunque esas verdades de nuestra fe católica no hayan sido definidas en ningún Concilio. Lo que sí nos había dicho el Santo Oficio es que no se podían dar los últimos auxilios de la Iglesia a los moribundos que se obstinaban en negar el fuego físico y eterno del infierno. ¿Por qué? , ¿no será acaso porqué han naufragado en la fe?
Bien sabemos la obligación que existe de adherirse a las mismas verdades enseñadas por el Papa, aunque éste no haya hablada con Magisterio infalible. Pero, la dificultad está, precisamente, en el caso en que no sólo no hay Magisterio infalible, sino hay un magisterio distinto, contradictorio al Magisterio de todos los Papas y todos los Concilios.