05 Sep
05Sep

Una vez más debemos hacer resaltar aquí la semejanza de la situación caótica de la Iglesia, durante esos días pavorosos del cisma de Occidente, con las pretensiones inauditas, que los expertos del Vaticano II y varios de los mismos obispos tenían para la que ellos juzgaban inaplazable reforma de la Iglesia preconciliar. Hans Küng el teólogo, cuya influencia ha sido y es de las más perniciosas en el Concilio, antes y después de él, escribió principalmente libros, que causaron enorme sensación en los medios protestantes: “Concile et Retour a I’Unité” (El Concilio y el Retorno a la Unidad; y “Le Concile, Epreuve de I’Eglise” (El Concilio prueba de la Iglesia). En un alarde de franqueza, con intolerable presunción y jactancia, el teólogo tubigense impugna todas las tradiciones, todos los dogmas, todo lo más precioso y sagrado de nuestra religión: “Toda institución, dice él, incluso la más santa (por ejemplo, la celebración de la Eucaristía), toda constitución, (por ejemplo, la preeminencia del Papa), pueden, en el proceso de formación y de detormación histórica, llegar a ser tales que tangan necesidad de una reformación, y, en consecuencia, deben reformarse y renovarse”. 

Küng pide al Concilio, para que tenga éxito “una conciencia radical en sólo el Evangelio, en la perspectiva práctica de nuestra época y para nuestra época”. “El Concilio, debe tener en cuenta las legítimas pretensiones de los protestantes, de los ortodoxos, de los anglicanos y de los liberales”. Se regocija de que “Juan XXIII, por vez primera, después de 400 años, haya hechado por tierra, de manera decisiva las barreras de la incomprensión, de la pasividad, del aislamiento; y que haya instaurado un activo y vigoroso espíritu de comprensión, hacia nuestros hermanos separados”. “La Iglesia tiene derecho a exigir grandes sacrificios al Ministerio de Pedro (del Papa), si ella quiere recobrar su unidad”. 

Küng quiere que se hable más de los deberes del Papa que de sus derechos; y que se hable más sobre los derechos de los obispos que sobre sus deberes. El ministerio apostólico de los obispos debe, dice, recobrar el espíritu del Nuevo Testamento. “La inerrancia del Papa se integra naturalmente en la estructura de la Iglesia”. 

En aquel tiempo de universal excitación y turbación inconcebibles, durante ese preludio del Concilio de Constanza, obtuvo la supremacía aquel partido que “sólo tenía por posible la terminación del cisma y la reforma de la disciplina eclesiástica por medio de una limitación de los derechos papales; el Concilio Universal debía imponer esta limitación, y, por consiguiente el Papa había de someterse entonces al juicio del Concilio y, según el parecer de muchos, quedar para siempre sujeto a él”  

Con estas resoluciones querían los de Constanza, como quieren ahora los “progresistas” establecer como suprema en la Iglesia una potestad, que no había sido instituida como tal por Cristo, la potestad del Concilio, la colegialidad o la corresponsabilidad, que proclama Suenens. 

En la mente de muchos de los Padres del Concilio Vaticano II el plan era el de balancear las enseñanzas del Vaticano I sobre el Primado de Jurisdicción y la supremacía del Magisterio del Vicario de Cristo, con una doctrina explícita de la “colegialidad episcopal”. El Papa tenía que ser menos Papa, y los obispos tenían que ser más obispos. Así como la doctrina del Primado Papal esclarece el derecho del Papa para gobernar él solo la Iglesia Universal, así también la “colegialidad” debía establecer el derecho de los obispos para gobernar la Universal Iglesia en unión del Papa. Era de esperarse que la “colegialidad” debería ser necesariamente interpretada de modo diverso por los distintos grupos que se habían formado dentro del Concilio. 

Entre los adherentes de la “Alianza Europea”, especialmente algunos teólogos, llegaron a propugnar por imponer al Papa la obligación en conciencia de consultar a los obispos antes de tomar cualquier decisión en las grandes materias. Tal decisión hubiera acabado definitivamente con la definición del Vaticano I y con la misma vida de la Iglesia, destruido su fundamento. 

El último día de la discusión, el martes 15 de octubre, los cardenales moderadores anunciaron que, al día siguiente, serían presentados por escrito cuatro puntos, para determinar los cuatro principales argumentos del capítulo 2 del esquema de “Iglesia”. La votación se haría un día después. Al día siguiente del anuncio, los moderadores tuvieron que retractar su anterior aviso, diciendo que la distribución de esos cuatro puntos “tendría lugar otro día”. Fue hasta el día 29 de octubre  cuando los cuatro puntos impresos fueron al fin distribuidos entre los conciliares. 

En el texto se preguntaba a los Padres Conciliares si aprobaban que el capítulo 2 del esquema de Iglesia declarase:  

  1. Que la consagración episcopal era el más alto grado del sacramento del Orden Sacerdotal. 

  2. Que cualquier obispo, legítimamente consagrado y en comunión con los otros abispos y con el Romano Pontífice, su cabeza y principio de unidad, fuese un miembro del Colegio Episcopal. 

  3. Que este Colegio Episcopal es sucesor del Colegio de los Apóstoles, en su misión de enseñar, santificar y conducir las almas; y que este Colegio juntamente con el Romano Pontífice su cabeza, y nunca sin él (cuya primacía sobre todos los obispos y fieles permanece completa e intacta) gozan de pleno y supremo poder sobre toda Iglesia Universal; y 

  4. Y que este poder pertenece, por derecho divino al Colegio de Obispos, unido con su cabeza. 


Una adjunta nota informaba a los Padres del Concilio que los anteriores puntos debían ser puestos a votación al día siguiente. Y advertíales además que con sus votos los Padres Conciliares “ni aprobarían; ni rechazarían mingún texto” contenida en el esquema, ya que esa votación no tenía otra finalidad que “hacer posible a la comisión teológica el pulsar los sentimientos de la asamblea sobre los puntos propuestos”. La Comisión, a su vez, según las reglas del Concilio, expresamente se obligaba a “dar la debida consideración a las intervenciones individuales de los Padres del Concilio”; todavía más, el texto del esquema, ya corregido, sería nuevamente sometido a votación de los Padres Conciliares, en una Congregación General. Los “moderadores” añadían que se habían visto obligados a dar este paso, a petición de numerosos Padres Conciliares y también de muchas Conferencias Episcopales. 

Esta fraseología, tan esmeradamente escogida, para expresar el sentido y alcance de la votación anunciada, nos está expresando, sin género de duda, que algunos influyentes padres conciliares temían, y con razón, que ese voto fuese usado por la poderosa ala liberal del Concilio, en la comisión teológica, como una razón para ignorar todos los argumentos, orales o escritos, que en su contra pudieran presentarse, de parte de los tradicionalistas. La votación, que tuvo lugar el día 30 de octubre, fue una brillante victoria para el ala liberal. En el primer punto de los arriba señalados, los liberales alcanzaron 2123 votos, contra 34, de los conservadores. En el 2o 2049 contra 104. En el 3o, 1808 contra 336; y, finalmente, en el 4o 1717 contra 408. 

El Obispo Wright, actual cardenal y Secretario de la Sagrada Congregación del Clero, un destacado miembro liberal de la comisión teológica, expresó que aquella votación tenía suma importancia porque era una prueba de la abrumadora mayoría de los Padres Conciliares, que “participaban las tendencias del Concilio en tan importante materia”. 

El 5 de noviembre se puso a decisión el esquema de los obispos y del gobierno de las diócesis; y, por lo menos, seis de los Padres demostraron dificultad en entenderlo, ya que era palpable la ignorancia que había entre los conciliares de la misma noción de “colegialidad”. Al día siguiente, el Cardenal Browne, de la Curia Romana, Vicepresidente de la comisión teológica dijo que las objeciones presentadas el día anterior carecían de base “porque la noción de la Colegialidad no había sido precisamente definida por los teólogos de la Comisión”. Dos días después, el cardenal Frings calificó de “divertidas” las observaciones del cardenal Browne. “Esas observaciones – dijo – parecerían implicar que la Comisión teológica tiene entrada a verdades desconocidas por el resto de los demás Padres”. “Esas observaciones, añadió, pierden de vista el hecho de que las comisiones del Concilio fueron establecidas únicamente para servir como instrumentos de las Congregaciones Generales y para ejecutar la voluntad de los Padres del Concilio.” 

En otra parte de su discurso, el mismo cardenal Frings pidió una clara distinción centre la práctica administrativa y judicial de la Curia Romana. “Esta distinción – dijo –debería aplicarse también al Santo Oficio”. “Sus métodos, en muchos casos, no corresponden ya a las condiciones modernas y, como una consecuencia, muchos son los que se escandalizan”. La tarea de salvaguardar la fe es extremadamente dificultosa, añadió; pero, aún en el Santo Oficio, “ninguno debería ser juzgado y condenado, sin habérsele oído o sin darle una oportunidad para corregir su libro y su acción”. 

El Cardenal Ottaviani estaba en la lista de los oradores de ese día. Con la fortaleza que le caracteriza, con la claridad de pensamiento que le es propia y con la solidísima teología que posee, dijo en tono severo: “Yo debo protestar enérgicamente contra esas acusaciones, que acaban de hacerse contra el Santo Oficio, cuyo Presidente es el Sumo Pontífice”; “esas palabras se han dicho con un absoluto desconocimiento – y no quiero usar otra palabra para no ofender a nadie – de los procedimientos del Santo Oficio”. Explicó que todos los expertos de las Universidades católicas de Roma eran siempre llamados para estudiar con cuidado los diversos casos, a fin de que los cardenales, que forman parte de la Congregación del Santo Oficio, tuvieran una base para juzgar conforme a la verdad. Sus resoluciones eran sometidas después al Sumo Pontífice para su aprobación. 

“Por lo que se refiere a la votación tenida en el Concilio, el día 30 de octubre, ha sido “tan sólo una a indicación del pensamiento de los Padres Conciliares”. Es de lamentarse, dijo el Cardenal Ottaviani, que los puntos votados hayan sido propuestos por los Moderadores, sin haber sido previamente sometidos a la Comisión Teológica, la única que tiene competencia sobre una materia relacionada con la fe. Esos puntos están expuestos con términos equívocos que deberían haber sido esclarecidos. En particular, el punto sobre la “colegialidad” da por hecho la “existencia del Colegio Apostólico”, del cual dicen que el presente Colegio de Obispos es el sucesor. “Pero éste es un caso de confusión sobre la naturaleza de la sucesión episcopal”. “Es cierto que los obispos son los sucesores de los Apóstoles, pero no son sucesores del Colegio Apostólico, porque el Colegio Apostólico, al menos como Colegio Apostólico, no existía en un sentido jurídico”. No hay sino un solo ejemplo de colegialidad entre los Apóstoles, el del Concilio de Jerusalén. Ninguno duda de que en Jerusalén actuaron los Apóstoles colegialmente – dijo su Eminencia – “asi como nadie duda ahora que los obispos aqui reunidos están actuando como un colegio, con y bajo la dependencia del Papa”. Las palabras de Cristo apacienta mis ovejas, apacienta mis corderos fueron dirigidas solamente a su Vicario, y por lo tanto, “quienquiera que desee ser contado en el rebaño de Cristo, de- be estar bajo el pastor universal señalado por Cristo”. No hay excepción alguna a esta regla, aunque sean obispos. 

El Arzobispo D’Souza de la India atacó a los Cardenales Browne y Ottaviani, por estar actuando como si los sintomaticos votos alcanzados en la votación del día 30 de octubre “fuesen del todo nulos e invalidos, porque la ‘colegialidad’ de los obispos no había aún sido juridicamente establecida. ¿No parece esto como una burla al Concilio decir que no hay obligación de tomar en consideración el punto de vista, que el 85 por ciento de los Padres han sido claramente expresado por sus votos? Le parecía a él dificultoso ver cómo un pequeño grupo de obispos de todo el mundo “diseminados en varias de las Sagradas Congregaciones”, como los que habían sido llamados para redactar el esquema sobre los obispos y sobre el gobierno de las diócesis, pudiera tener alguna real influencia sobre la Curia Romana, “cuando 2200 obispos de todas partes del mundo, congregados en un Concilio Ecuménico, encuentran dificultades, en ocasiones, para resistir ciertas presiones”. 

“El bien común de la Iglesia”, prosiguió el arzobispo, sería grandemente promovido “ si un Senado, digámoslo así, fuese formado por un grupo de obispos de diversos países, para regir la Iglesia con el Sumo Pontífice”. Pero sería todavía más deseable “si, por una parte, el poder de la Curia Romana quedase limitado, y, por otra parte, los obispos recibiesen todas las facultades para el ejercicio de su oficio, que les pertenecen por la ley común y por la misma ley divina”. La Sede Apostólica, dijo, “retendría siempre aquellas cosas que son oportunas para toda la Iglesia”.  


Recuperado de: https://archive.org/details/sede-vacante-paulo-vi-no-es-l-saenz-y-arriaga-joaquin-s.-j.-7951


 

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