Te doy gracias, Señor, por los golpes con que azotas mis espaldas, porque con este castigo me ha salvado de la ruina. Me castigas porque no quieres que queden impunes mis pecados y con ello me das una gran lección. Por eso me someto humildemente a los golpes de tu látigo, y te bendigo por la amargura que mezclas con las dulzuras de la vida temporal, para que no me apegue a los deleites terrenales y aspire siempre a las delicias eternas.
Tú, Señor, iluminas mis tinieblas cuando castigas mis pecados con adversidades y mis perversos deleites con amargura. ¡Qué bondadoso eres, Dios mío! Si en mi vida terrena no pusieras dolor tal vez me olvidaría completamente de Ti.
Pensaré cuánto has sufrido Tú por mí; por pesados que sean mis trabajos, y grandes mis dolores, jamás igualarán a los que Tú padeciste: insultos, humillaciones, flagelación, coronación de espinas, crucifixión.
Beberé, Señor, este amargo cáliz para recobrar la salud de mi alma. Lo beberé sin temblar, porque para animarme a ello lo has bebido Tú primero. Beberé este cáliz hasta que pase toda la amargura de este mundo y llegue a la otra vida en lo que no habrá más maldad ni dolor. Amén.